sábado, 5 de agosto de 2017

Metodología y fuentes

Se toma la obre de Sir Conan Doyle para realizar un análisis de un proceso de investigación donde hay que considerar todos los puntos y detalles que se relacionan con el caso en cuestión. Estudio Escarlata nos introduce en la historia que presentara a los famosos personajes Dr. Watson y el investigador Sherlock Holmes quienes resolverán el crimen en los jardines Lauriston.
Sherlock Holmes sigue una metodología muy estricta basada en el método deductivo-inductivo que desarrolla bajo su ojo observador.

Cuando Holmes es invitado a participar en la resolución del crimen insiste en llegar a pie unas cuadras antes para poder observar todo el entorno donde se desarrolla el caso. Se paseo tranquilamente por la acera, contempló el suelo, el cielo, las casa de la acera de enfrente y camino por la orilla del sendero que conducía a la casa.
Cuando tuvo la oportunidad de examinar la escena del crimen sus dedos ágiles volaban de aquí  para allá, por todas partes, palpando, desabrochando, presionando, examinando en tanto que sus ojos conservaban una expresión de lejanía. Un examen veloz, que terminó en un oliscó de los labios del muerto en la escena y una ojeada a sus botas de charol.
Cuando movieron el cuerpo para inspeccionarlo dejo caer un anillo de oro de mujer.
Posteriormente Holmes saco de su abrigo una cinta de medir y un cristal redondo de aumento, instrumentos con los cuales recorrió la habitación deteniéndose en ocasiones, arrodillándose alguna vez y hasta tumbándose alguna vez al suelo. Su búsqueda duro alrededor de 20 minutos midiendo con sumo cuidado la distancia entre ciertas señales que eran invisibles a los demás y aplicando algunas veces la cinta de medir a las paredes de un modo igualmente incomprensible. En uno de los sitios reunió con gran cuidado un montoncito de polvo gris del suelo y se lo guardó dentro de un sobre. Por último, examinó con su lente de aumento una palabra escrita en la pared “RACHE” revisando cada una de las letras con una exactitud minuciosa. Cabe señalar que el cadáver conservaba todas sus partencias de valor.
Cuando Holmes terminó su análisis reveló que el hombre había sido envenenado y lo había hecho un hombre de más de seis pies de altura, joven, de pies pequeños para su tamaño,  de botas toscas de punta cuadrada que fumaba un cigarro de Trichinopoly, que llegó al lugar de los hechos en un carro de cuatro ruedas tirado por un caballo con tres herraduras viejas y una nueva en su pata derecha delantera. Con la posibilidad de que el hombre tuviera cara rubicunda y con uñas notablemente largas en la mano derecha.
En una platica posterior con Watson, Holmes le revela como con las mediciones que realiza y la observación que lleva a cabo descubre todos esos datos, Holmes ya le había confesado a Watson que él solo estudiaba las materia que para el resultaban relevantes para llevar a cabo sus investigaciones, todo lo demás lo desechaba de su mente.
Tenia investigaciones en los diferentes tipos de tabaco, hacia comparativas de mediciones, peso y altura, así como estudios de caligrafía, suelo, agua y venenos.
Cuando Holmes y Watson se retiran de la escena del crimen van a casa del oficial primero en llegar a la escena del crimen para que les relate lo que pudo observar.
El oficial revela detalles que logran sustentar la teoría de Holmes y advierte que se enfrenta a un sujeto bastante listo que logró burlar  al oficial haciéndose pasar por un borracho que pasaba por el lugar cuando se topo con el policía ya que este había vuelto a la escena del crimen en busca del anillo que dejo caer cuando revisaba al difunto, Enoch j. Drebber.
Holmes y Watson montan un truco para atraer al asesino, Holmes pone un anuncio en el periódico donde detalla haber encontrado el anillo y que desea regresarlo a su dueño a nombre de Watson y en su dirección, Así esperan que el hombre atienda el llamado y se presente para capturarlo. Pero en lugar de presentarse un hombre con la descripción que Holmes esperaba se presenta una anciana que dice ser la madre de la dueña del anillo, dando dirección y detalles de la perdida del anillo, Holmes y Watson se ven obligados a darle una copia del anillo y Holmes toma la decisión de seguirlo para poder descubrir la complicidad en el asunto pero le pierde el rastro.
Al día siguiente Watson y Holmes revisaron los diarios y repasaron las noticias sobre el caso para rebuscar pistas.
Holmes se dio a la tarea de contratar unos chicos vagabundos para que le ayudaran a ser sus ojos y oídos en la calle y lograr encontrar detalles sobre el caso y sus personajes.
En posteriores conversaciones con los detectives oficiales de Scotland Yard, Holmes adquiere detalles extras sobre Arturo Charpentier posible asesino y la muerte del asistente del Sr Drebber; el señor Joseph Stangerson.
Este último relato y la descripción de los hechos y la nueva escena de crimen le dieron a Holmes el eslabón final que necesitaba para armar con solidez su caso.
Uno de los detectives, Lestrade, comento que junto al nuevo cadáver se hallaba un ungüento, píldoras y virutas de madera. Así Holmes pidió hacer una muestra con las píldoras para demostrar que eran el veneno que se habían usado en el primer caso.
Holmes se hace de mañanas para hacer presente a un cochero con el nombre de Jefferson Hope a quien arresto y presento como el asesino de los dos casos.
De esta forma posterior al resto Holmes se dedica a explicar a Watson como es que llega a sus resultados:

“Llegué a la casa, como usted sabe, a pie y con el cerebro libre de toda clase de impresiones. Empecé, como es natural, por examinar la carretera, y descubrí, según se lo tengo explicado ya, las huellas claras de un carruaje, y este carruaje, como lo deduje de mis investigaciones, había estado allí en el transcurso de la noche. Por lo estrecho de la marca de las ruedas me convencí de que no se trataba de un carruaje particular, sino de uno de alquiler. El coche Hansom de cuatro ruedas que llaman Growler es mucho más estrecho que el particular llamado Brougham. Fue ése el primer punto que anoté. Avancé luego despacio por el sendero del jardín, y dio la casualidad de que se trataba de un suelo de ardua, extraordinariamente apto para que se graben en el mismo huellas. A usted le parecerá, sin duda, una simple franja de barro pisoteado, pero todas las huellas que había en su superficie encerraban un sentido para mis ojos entrenados. En la ciencia detectivesca no existe una rama tan importante y tan olvidada como el arte de reconstruir el significado de las huellas de pies. Descubrí las fuertes pisadas de los guardias, pero vi también la pista de dos hombres que habían pisado primero el jardín. Era cosa fácil afirmar que habían pasado antes que los otros, porque en algunos sitios sus huellas habían quedado borradas del todo al pisar los segundos encima mismo. Es como fabriqué mi segundo eslabón, que me informó de que los visitantes nocturnos habían sido dos, uno de ellos notable por su estatura (lo que calculé por la longitud de su zancada) y el otro elegantemente vestido, a juzgar por la huella pequeña y elegante que dejaron sus botas. Esta última deducción quedó confirmada al entrar en la casa. Allí tenía delante de mí al hombre bien calzado. Por consiguiente, si había existido asesinato, éste había sido cometido por el individuo alto. El muerto no tenía en su cuerpo herida alguna, pero la expresión agitada de su rostro me proporcionó la certeza de que él había visto lo que le venía encima. Las personas que fallecen de una enfermedad cardíaca, o por cualquier causa natural repentina, jamás tienen en sus facciones señal alguna de emoción. Cuando olisqué los labios del muerto pude percibir un leve olorcillo agrio, y llegué a la conclusión de que se le había obligado a ingerir un veneno. Deduje también que le habían obligado a tomarlo por la expresión de odio y de temor que tenía su rostro. Había llegado a este resultado por el método de la exclusión, porque ninguna otra hipótesis se ajustaba a los hechos. No vaya usted a imaginarse que se trata de una idea inaudita. No es, en modo alguno, cosa nueva, en los anales del crimen, el obligarle a la víctima a ingerir el veneno. Cualquier toxicólogo recordará en seguida los casos de Dolsky, en Odesa, y de Leturier, en Montpellier. A continuación se me presentó el gran interrogante del móvil. Éste no había sido el robo, puesto que no le habían despojado de nada. ¿Se trataría, pues, de política o mediaba una mujer? Tal era el problema con que me enfrentaba. Desde el primer instante me sentí inclinado a esta última suposición. Los asesinos políticos tienen por costumbre darse a la fuga en cuanto han realizado su cometido. Este asesinato, por el contrario, había sido llevado a cabo de un modo muy pausado, y quien lo perpetró había dejado huellas suyas por toda la habitación, mostrando con ello que había estado presente desde el principio hasta el fin. Ofensa que exigía un castigo tan metódico era, por fuerza, de tipo privado, y no político. Al descubrirse en la pared aquella inscripción, me incliné más que nunca a mi punto de vista. Estaba demasiado claro que aquello era una aliagaza. Pero la cuestión quedó zanjada al encontrarse el anillo. Sin duda alguna, el asesino se sirvió del mismo para obligar a su víctima a hacer memoria de alguna mujer muerta o ausente. Al llegar a este punto fue cuando pregunté a Gregson si en su telegrama a Cleveland había indagado acerca de algún punto concreto de la vida anterior del señor Drebber. Usted recordará que me contestó negativamente. Procedí a continuación a escudriñar con mucho cuidado la habitación, y el resultado me confirmó en mis opiniones respecto a la estatura del asesino, y me proporcionó los detalles adicionales referentes al cigarro de Trichinopoly y a la largura de las uñas. Al no ver señales de lucha, llegué, desde luego, a la conclusión de que la sangre que manchaba el suelo había brotado de la nariz del asesino, debido a su emoción. Pude comprobar que la huella de la sangre coincidía con la de sus pisadas. Es cosa rara que una persona, como no sea de temperamento sanguíneo, sufra ese estallido de sangre por efecto de la emoción, y por ello aventuré la opinión de que el criminal era, probablemente, hombre robusto y de cara rubicunda. Los hechos han demostrado que mi juicio era correcto. Cuando salimos de la casa procedí a realizar lo que Gregson había olvidado. Telegrafié a la Jefatura de Policía de Cleveland, circunscribiendo mi pregunta a lo relativo al matrimonio de Enoch Drebber. La contestación fue terminante. Me informaba de que ya con anterioridad había acudido Drebber a solicitar la protección de la ley contra un antiguo rival amoroso, llamado Jefferson Hope, y que este Hope se encontraba en Europa. Sabía, pues, que ya tenía en mis manos la clave del misterio, y sólo me quedaba atrapar al asesino. En ese momento había yo llegado mentalmente a la conclusión de que el hombre que había entrado en la casa con Drebber no era otro que el mismo cochero del carruaje. Las marcas que descubrí en la carretera me demostraron que el caballo se había movido de un lado a otro de una manera que no lo habría hecho de haber estado alguien cuidándolo. ¿Dónde, pues, podía estar el cochero, como no fuese dentro de la casa? Además, es absurdo suponer que ninguna persona que se encuentre en su sano juicio cometa un crimen premeditado a la vista misma, como si dijéramos, de una tercera persona que sabe que lo delatará. Y, por último, si alguien quiere seguirle los pasos a otra persona en sus andanzas por Londres, ¿qué mejor medio puede adoptar que el de hacerse conductor de un coche público? Todas estas consideraciones me llevaron a la conclusión de que a Jefferson Hope habría de encontrarlo entre los aurigas de la metrópoli. Si él había trabajado de cochero, no había razón de suponer que hubiese dejado ya de serlo. Todo lo contrario: desde el punto de vista suyo, cualquier cambio repentino podría atraer la atención hacia su persona. Lo probable era que, por algún tiempo al menos, siguiese desempeñando sus tareas. Tampoco había razón para suponer que actuase con un nombre falso. ¿Para qué iba a cambiar el suyo en un país en el que éste no era conocido por nadie? Por eso organicé mi cuerpo de detectives vagabundos, y los hice presentarse de una manera sistemática a todos los propietarios de coches de alquiler de Londres, hasta que huronearon dónde estaba el hombre tras del que andaba yo. Aún está fresco en la memoria de usted el recuerdo del éxito que obtuvieron y de lo rápidamente que yo me aproveché del mismo. El asesinato de Stangerson fue un episodio completamente inesperado, pero que en cualquier caso habría resultado difícil de evitar. Gracias al mismo, como usted ya sabe, entré en posesión de las píldoras, cuya existencia había conjeturado. Como usted ve, el todo constituye una cadena de ilaciones lógicas sin una ruptura ni una grieta.” P-P 30-37

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